EL FENÓMENO DE LA GLOBALIZACIÓN
Orientaciones para un discernimiento
pastoral
Por Mons. Héctor Aguer, Arzobispo de La Plata,
Argentina
La palabra globalización se ha convertido, en los
últimos años, en una especie de ídolo o talismán. El concepto que da contenido a
ese término indica, con suma ambigüedad, riesgos y oportunidades que nos
aguardan en el siglo XXI. La palabra responde parcialmente a la verdad de un
fenómeno; designa hechos reales, pero también designa una ideología que es
esgrimida como un arma para justificar, prolongar o acelerar situaciones
injustas.
El fenómeno de la globalización, sus características
y sus límites, no ha sido aún satisfactoriamente definido. Podemos intentar, sin
embargo, una descripción aproximada. Se trata de un proceso de interconexión
financiera, económica, social, política y cultural, acelerado por la facilidad
de las comunicaciones y especialmente por la incorporación institucional de
tecnologías de información y comunicación. Este proceso se verifica en el
contexto de una victoria política del capitalismo y cuando en el orden cultural
parecen eclipsarse las ideologías y arrastrar en su caída a los grandes ideales.
El proceso en cuanto tal encierra un potencial considerable para fomentar el
bienestar económico y promover relaciones más humanas; induce cambios que, por
ahora, acrecientan la exclusión de regiones, comunidades y culturas
enteras.
En el orden económico se vienen registrando desde
mitad de los años 70 cambios pronunciados en las formas de producción. La
des-materialización de los productos, por influjo de los criterios consumistas,
hace que el valor agregado dependa más del diseño, la imagen y la marca que de
los mismos componentes materiales. De allí que en las empresas cobran papel
predominante los conocimientos organizativos, la idea original y la apreciación
del movimiento comercial. También hay que señalar en este campo la
desnacionalización provocada por la división internacional de los procesos
productivos. Como consecuencia, se torna crónico el desempleo, aumenta la
precariedad laboral y social y crece la desigualdad de los ingresos. Las
víctimas principales son los así llamados "trabajadores genéricos", que no
tienen posibilidad de adaptarse a los cambios y son considerados individualmente
prescindibles. El capital, cuya propiedad se ha hecho compleja y cada vez más
anónima, se aleja de los procesos productivos. La desconexión de los mecanismos
financieros respecto de la economía real somete el conjunto de la actividad
económica al imperio del dinero y promueve la inter-nacionalización de la
usura.
El Estado ha perdido autoridad como agente de la
política económica y ya no controla plenamente las variables macroeconómicas
básicas. El fenómeno de la globalización ha puesto en evidencia una
subordinación antinatural de las políticas nacionales a la economía dineraria
dirigida desde los centros financieros internacionales, cuando el fenómeno mismo
debería situarse bajo una autoridad política capaz de velar equitativamente por
el bien de todos. Hoy se habla comúnmente de la crisis del Estado-Nación. Ulrich
Beck, un estudioso del tema, define la época actual como una segunda modernidad,
caracterizada por el desarrollo de estructuras supraestatales de
regionalización, la revalorización de unidades políticas subestatales y la
creación de comunidades virtuales fruto de la globalización de relaciones entre
personas y grupos que no son contenidas ya por los límites de los Estados ni se
valen de su mediación.
Se insinúa una nueva división social entre aquellos
que han logrado integrarse en el mundo globalizado y los que resultan excluidos:
áreas geográficas, barrios de ciudades del primer mundo y grupos sociales
enteros. Si puede consentirse un rasgo de ironía en un asunto tan serio, hay que
decir que la globalización implica la existencia de globalizadores y
globalizados. En el mismo tono, Robert Solow, premio Nobel de Economía, exclama:
«¡Ah, s, la globalización! Es una maravillosa excusa para muchas cosas».
En el orden cultural, la interconexión permite
recibir nuevas impresiones y experiencias, mediadas por la televisión o por
Internet, que proceden de lejos y que son, en realidad, productos vendidos por
las empresas que los elaboran. Este fenómeno brinda la oportunidad de ampliar el
horizonte de cultura y valores de personas y comunidades, pero de hecho extiende
una cultura de la virtualidad en la que se combinan relativismo y pasividad. El
tiempo libre, especialmente de los jóvenes, se llena con experiencias virtuales
que pueden llegar a engendrar una confusión entre ficción y realidad. La cultura
del consumismo global suministrada por la industria del entretenimiento induce
cambios de valores y comportamientos adictivos y propaga una masificación que
tiende a inhibir el pensamiento. Para que la dimensión cultural de la
globalización se ponga al servicio de formas de vida más humanas, se hace
necesaria la elección, la orientación y la adaptación activa de las nuevas
experiencias virtuales. Algunos autores piensan que el mundo, ya homogeneizado
en lo económico y en lo político, marcha hacia una homogeneización cultural por
obra de lo que Benjamín Barber llama la «cultural
McWorld.»
Ante un proceso de estas características se perfilan
dos actitudes contrastantes, dos posiciones extremas: una opción reactiva, de
rechazo, representada por el fundamentalismo islámico y por grupos occidentales
embanderados en la anti-globalización, y la aceptación incondicional,
interesada, del fundamentalismo neo-liberal, es decir, los globalizadores, sus
socios y, en general, los beneficiarios de los cambios recientes. Entre ambas
posturas, la visión cristiana debe ejercitarse como cuidadoso discernimiento:
comprensión de las oportunidades y de los efectos positivos, que la Iglesia reconoce como tales
y de los riesgos y consecuencias negativas, que ella mira con inquietud. A
partir de ese discernimiento se podrá incidir en el fenómeno en todas sus
dimensiones a través de adecuadas iniciativas pastorales.
El concepto de globalización parece expresar la
unidad del mundo, y en cuanto tal comporta un valor objetivo que es necesario
constatar y aquilatar. Se le puede atribuir un contenido moral que no es ajeno a
la cosmovisión cristiana, ya que la unidad del género humano tiene que ver con
la verdad de la creación y de la redención e importa sobremanera a la misión de
la
Iglesia.
Se podría esbozar una consideración teológica de la
globalización. No propongo fabricar una teología de la globalización, al modo
como surgieron, en décadas pasadas, teologías del progreso, del desarrollo, de
la liberación, de la revolución, y otros genitivos añadidos al sustantivo
theologia, que es elocuente por sí mismo. Esta consideración teológica podría
asumir como parámetros o puntos de referencia: 1) la verdad acerca de la
creación, aspecto frecuentemente olvidado o descuidado en el discurso teológico;
2) la verdad acerca de la redención. Pienso especialmente en la dimensión
inmensa del misterio de Cristo tal como la expresa el Apóstol Pablo en el primer
capítulo de la
Carta a los Colosenses, en la preeminencia absoluta del
Resucitado, Señor de la historia, en quien Dios quiso que residiera toda
plenitud; 3) la misión de la
Iglesia, sacramento universal de salvación y de unidad del
género humano, como así también su acabamiento en la
escatología.
En los hechos, la mentada unidad está seriamente
comprometida por divisiones y conflictos de toda especie, o falseada por una
deformación de la interdependencia de los pueblos. El sistema determinante de
relaciones en el mundo actual, en sus aspectos económico, político y cultural,
no es asumido como dimensión o categoría moral; no se realiza y verifica como
solidaridad, es decir, como determinación firme y perseverante de empeñarse en
favor del bien común. Más bien parece despojado de valores espirituales. En su
acepción más negativa, la globalización puede ser censurada como la imposición
fáctica de un modelo cultural, estrechamente vinculado a un modelo económico,
que arrasa los mejores valores de los pueblos, a los que vacía de su identidad
tradicional. El proceso de globalización es susceptible de ser orientado y
gobernado para ponerlo al servicio de las sociedades, de las economías y de las
culturas del mundo entero. La fórmula correcta de la globalización sería: un
mundo de patrias, en el que sean efectivamente consideradas y respetadas la
subjetividad de cada nación y su soberanía integral.
El estudio del fenómeno de la globalización sugiere,
en orden a la
Nueva Evangelización, adoptar disposiciones pastorales en
varios campos. Señalo sucintamente tres áreas:
1. Trabajar más intensamente en la difusión y
aplicación de la
Doctrina Social de la Iglesia, en procura de una sociedad
basada en el trabajo libre, la empresa y la participación, como se dice en
la Encíclica
Centesimus Annus. La globalización, entendida
como extensión victoriosa de cierta forma de capitalismo, más que para la
economía productora de bienes ha servido hasta ahora para multiplicar la
actividad y las especulaciones financieras dentro y fuera de las Bolsas, que se
han unificado mediante la informática para traficar 24 horas al día con los
valores de todos los países, No es extraño que los países de América Latina no
se beneficien del movimiento financiero internacional, porque no son ellos los
titulares de esas sumas que trajinan en las Bolsas siempre activas la
globalización. Se hace desear una profunda reforma del sistema financiero
mundial y una revisión de la estructura de las organizaciones internacionales
existentes, para que las finanzas se pongan efectivamente al servicio del
trabajo y de la economía real. Estoy persuadido de que sin una reforma del
sistema financiero mundial no se hallará solución para el problema de la deuda
externa, que pesa ominosamente sobre muchos países. Las organizaciones a las que
me refiero son el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y
la Organización
Mundial del Comercio. Como es sabido, el Fondo Monetario,
señalado como inspirador y vigía de los programas de ajuste que periódicamente
asfixian a nuestros pueblos, nació después de la segunda guerra mundial como
resultado de los acuerdos de Bretton Woods. No faltan corrientes políticas y
económicas, aun en los Estados Unidos de Norteamérica, que postulan la necesidad
de un nuevo pacto de Bretton Woods, para que la mencionada institución se
democratice efectivamente y cambie sus criterios ideológicos y
operativos.
La aplicación de la Doctrina Social de
la Iglesia
necesita de mediaciones científicas y técnicas que son de competencia de los
laicos. Las Universidades Católicas y otras instituciones especializadas
tendrían que abocarse a la preparación de quienes en el ámbito de la economía,
la política y los movimientos sociales hagan presente a la Iglesia y a su mensaje allí
donde se gestan las nuevas vigencias culturales. Resulta patético constatar cómo
de no pocas Escuelas de Economía de nuestras Universidades Católicas continúan
egresando generaciones de Chicago boys o de Harvard boys, según la moda que
impone la dogmática económica vigente.
2. Es urgente un aporte en orden a replasmar los
fundamentos éticos de la cultura, afectados por el secularismo y por los
conatos, siempre renovados, de abolir una ética basada en el orden natural y en
el decálogo. Instituciones internacionales y organizaciones no gubernamentales
vinculadas a las Naciones Unidas, que cuentan con ingentes recursos financieros,
son las que impulsan la difusión de antivalores que pugnan por imponerse como
nuevos derechos. George Steiner, un pensador que hace unos años sorprendió
gratamente con su libro Reales presencias, en un reportaje reciente se ha
presentado como un humanista desengañado, propugnando la búsqueda de un consenso
para formular una ética atea que mire al bien del hombre, porque según él las
religiones han fracasado en su propósito. Nuestros pueblos no son ajenos a la
difusión de esta mentalidad, que va aflorando incluso en decisiones legislativas
que ponen en cuestión y riesgo la genuina libertad y los derechos de la familia.
La dignidad de la persona y el valor de la vida han de ser reivindicados con
claridad y fortaleza. La ley natural, expresada en el decálogo, y el Sermón de
la Montaña son
el fundamento insoslayable de una cultura verdaderamente humana y cristiana,
según corresponde a la índole de los pueblos
latinoamericanos.
3. Por último, aquello que es lo principal. Insistir
en la dimensión propiamente religiosa de la Evangelización.
Ecclesia in America dice que a causa de la
imposición arbitraria de nuevas escalas de valores se hace difícil mantener una
adhesión viva a los valores del Evangelio. La Nueva Evangelización
debe comenzar por el reconocimiento y el tratamiento de algunos problemas
crónicos del catolicismo latinoamericano. Por ejemplo: la enorme brecha entre el
número de bautizados y el de aquellos que viven la fe y se nutren de los
sacramentos; la decadencia y corrupción de las costumbres, que se extiende como
un hecho social y lleva en su caso extremo a la confusión del bien y del mal;
las tendencias sincretistas y las desviaciones supersticiosas que desfiguran y
menoscaban la piedad popular, siempre necesitada de una más profunda
evangelización; la crisis de la familia y la pérdida del auténtico sentido
humano de la sexualidad; la insuficiente preparación del laicado en orden a su
participación en la vida política y económica de nuestras naciones,
participación que reclama como fuente la renovación e instauración de una
inteligencia católica. Sólo el fortalecimiento de la identidad católica de los
pueblos de América Latina, que es obra de la verdad y de la gracia y la vivencia
de la comunión que se funda en ellas, les permitirá superar felizmente los
desafíos de la globalización.
Intervención del Arzobispo de la Plata en la Asamblea Plenaria
de la Pontificia
Comisión para América Latina. Roma, 22 de marzo de 2001.
(Trabajador Catolico de Houston, Vol. XXI, No. 3, mayo-junio
2001)